sábado

La Nucha.- Cuento


Antes era amante del comisario, del subcomisario, del inspector y del auxiliar. Ahora la pobre es un desecho.


















La Nucha.

Me río de la bondad del mundo y de la justicia de los hombres. Ahí tiene a la Nucha. Hace algunos años le permitían que vendiera drogas a todos los viciosos de Buenos Aires. Ahora la persiguen, la encarcelan y le niegan las dosis de morfina que necesita para seguir muriendo lentamente. Antes era amante del comisario, del subcomisario, del inspector y del auxiliar. Ahora la pobre es un desecho.
Eran las tres de la mañana. La lluvia descendía melancólicamente sobre la ciudad. Caminábamos juntos, con las ropas mojadas, los zapatos encharcados, la cara y las manos húmedas, cada uno con su pensamiento abriendo a la honda pena humana el refugio cálido del alma.
Me pregunté desesperado:
-¿Por qué habrá muerto mi madre?
Recordé su voz en la negra soledad.
-Hijo, hijo, hijo mío... Yo te protegeré siempre. Jamás te faltará el calor del hogar.
El mundo es un desierto. Soy un hombrecillo anónimo, un dolor anónimo en la inconmesurable superficie de la tierra. Quisiera llamar a mi madre para que me diera su caricia y levanto al cielo la mirada. ¿En cuál estrella se habrá asomado para proteger mis pasos?
Indalecio me toma del brazo y me dice:
-Tristeza, tristeza, tristeza, amigo móo.
No tengo un cobre. No tengo a quién pedir un cobre. He agotado todos los recursos. Desde hace ocho días me alimento con café con leche recalentada.
He digerido ya mi honestidad. Pienso que después de todo soy un hombre liberado; un hombre que arrojó por la ventanilla de su desván de miseria el lastre inútil de la honestidad.
Al fin de cuentas, ¿qué es un hombre honesto? Un fabricante que explota a cientos de obreros, paga impuestos cuando no puede eludirlos con una coima, cumple con las reglamentaciones legales, engorda, cohabita con libreta de registro civil, educa a sus hijos en la misma escuela, come con voluptuosidad animal, acupa su butaca en el teatro, se deleita con la música empalagosa, eructa y se duerme pacíficamente, es un hombre honesto.
El empleado que acepta su situación de síbito, escala puestos, es el perfecto alcahuete del amo, vende a sus compañeros por mucho menos de treinta dineros, obedece al horario, goza su licencia, fabrica hijos y se pavonea con la mujer preñada, es un hombre honesto y, además, un hombre que mira por su porvenir.
El funcionario que usufructúa una posición holgada conquistada horizontalmente horizontalmente por su cónyugue; el canalla político que alienta encomiísticas aspiraciones de inmortalidad, son señores honestos.
Estoy harto de la honestidad. Harto de las personas honestas. Asqueado de la mediocridad con dos patas. El abdomen burgués me produce asco.
Me indigna la injuria de esa bestia que se nutre junto a la vidriera del restaurant abofeteando a la miseria que pasa. La imparcialidad me revienta e igual me acontece con la vida normal. ¿Qué es la vida normal? Vivir sin una aspiración, vegetar pasivamente. No tener jamás un sueño luminoso ni alumbrar la oscura existencia con un rayo de locura.
¿Para qué quiero cien años de vida normal? La rabia se transforma en lástima y compadezco a esas pobres criaturas normales que quedan bien con todo el mundo. Con la ley y con Dios. Para obtener su asiento en el Paraíso les basta con la señal de la cruz, bajo las abrigadas cobijas, en compadecer a los desdichados que se mueren de frío en los umbrales inhóspitos.
No tengo un cobre. No tengo honestidad. La he regalado al mundo. Venga en buena hora la locura, la ardiente locura de un sueño que será mi eternidad. Comprendo al individuo estrafalario que vivaba a los faroles encaramado en un poste telegráfico, pues de cada farol un día no lejano será necesario colgar un canalla.
He llegado al hotel. En la puerta recórtanse las figuras de los facinerosos. Al acercarme me observan con minuciosidad de policías y en el instante de transponer el umbral uno de ellos musita:
-Parece un chorro.
Voy subiendo la escalera del hotel y el edificio me pesa sobre el alma. Por primera vez cuento peldaños. Son sesenta y cada uno se empina en mi orfandad. En el "hall" descubro a un amigo de otros tiempos y siento que me mortificaría si supiera que todas las noches duermo allí, porque me humillaría con sonreír compasivo. Y en el momento en que me decido a explicarle que he perdido el tren -un tren cualquiera que pudiera llevarme a un hogar- el hombre del hall descubre mi intención y no me da tiempo a mentir. Con sorna, seguro de que me está haciendo daño, deja caer estas palabras:
-Amigo, hoy no hay cama para usted. Ni de un peso, ni de un peso cincuenta.


Fin


Enrique González Tuñón.
Escritor, periodista y novelista.
Buenos Aires, Argentina.
1901- 1943

Arte:  Otto Dix 

Del libro: Camas desde un Peso 


"Biblioteca Gustavo Riccio"

 
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